Antes de tomar el baño, me siento en un banco de hierro, (quizá uno de los menos cómodos existentes, pero estratégicamente colocado) y se ven los cuatro chorros de la cascada principal. Los dos primeros simplemente son dos burbujas gordas, dos borbotones que salen de sendos pilotes de piedras negras. Los otros dos, el de la derecha sube potente todo el conjunto hasta la cima y cae sin despeinarse, lánguido y monocorde, como si al llegar a la cima se llenasen vasos que a continuación se vaciasen como cangilones invisibles. Los cuatro forman parte del mismo concierto, y el más alto con la subida persistente del líquido y con el golpe uniforme y desmayado de su caída despeñándose en el pedregal de donde mismo sale, refuerza el de las aguas mansas con reminiscencias, tal vez, de las silenciosas pegadas a la tierra del manantial, de los borbotones más próximos al bordillo del paseo. El otro que le hace pareja se desparrama para formar el pabellón de un trompón de bajo, hecho de agua pulverizada. Y es el chorro que permite al que se sienta en el banco de hierro en ese preciso momento, recién conectadas las máquinas para que empiece el espectáculo, contemplar miles de gotas luchando por subir más alto cuanto más pequeñas, posiblemente para deslizarse abandonándose como los niños más pequeños se abandonan en los toboganes sin sensación de peligro, milagrosamente lentas haciendo el arco para precipitarse. Es entonces cuando los cientos de ellas que se dejan atravesar por los furtivos rayos de sol que las penetran con su claridad, se convierten en destellos de cristalitos rotos que van a parar al estanque convirtiéndose en bolitas deslizantes en la superficie clara hasta que finalmente explotan y vuelven a ser agua lisa y clara de manantial. Pero es por eso que son estas gotitas que se desprenden en todo lo alto de las paredes más sólidas de la corola que sube, subdividiéndose en otras más pequeñas y en otras solo visibles cuando pasan por el sol (¿o al revés?), las que hacen fascinante su contemplación, a la vez que disfrutas de la monótona música (¿o el rezo?) del fluir y despeñarse de las aguas. Y es que en la ladera de donde viene el sol, hay pinos plantados donde el uno ensombrece al siguiente, y conforman una penumbra tupida sobre el paseo, hasta llegar precisamente a los dos que casi tocan el agua de la cascada, cuyo ángulo permite filtrar unos pocos de sus rayos, e irisar o producir miles de destellos como miles de gotitas sea capaz de subir el surtidor, en una locura frenética de subidas y caídas. Finalmente tienes que fijarte en el director de la orquesta, y en el escenario. Este es un pequeño estanque que al llegar a la cascada, se convierte en láminas finas de cristal según la dimensión de cada piedra que forma el borde del estanque, es como un telón ondulado transparente, cuyo caudal discurre despeñándose por las cuatro escaleras onduladas, de la misma piedra negra de casi todos los detalles de las veredas y alguno de la fachada de los hoteles, o la Cafetería, hasta que en la última ondulación, otra cascada como la de arriba, es como una lámina transparente que corta silenciosa, apenas sin vislumbrarse el corte, la pequeña alberca verdinosa de musgo y con dos focos de luz sumergidos en el fondo sobre la que resbala la espuma alborozada y armoniosa de las gotas partidas de los chorros.
El surtidor que está en lo más alto preside –dirige- la salmodia del agua. Pero he descubierto que es mejor observar lo que con él ocurre, por la noche. Porque la luz de uno o varios faros lo enfocan de tal forma que hacen visible a un personaje fantasmal cuyo esqueleto es el grueso chorro vertical iluminado hasta la cara y sobre ella el cráneo ensombrecido o sin luz, con grisácea cabellera repartida en dos melenas, que van dividiéndose en desgarrados vestidos formando parte de un psicodélico director enloquecido en conseguir que los músicos no se salgan de la loca partitura que él dirige e interpreta. El surtidor repite una secuencia de tres alturas. En la media parece como si sudando, desmelenado, girando el torso 90º hacia atrás, diera entrada con toda la energía de su batuta, a toda la orquesta, permitiendo a cada músico la máxima potencia de su instrumento hasta que en el siguiente arrebato de la altura menor experimentar la gloria del final de la apoteosis musical, que sin solución de continuidad comienza nuevamente en cuanto el surtidor está de nuevo en la mayor altura.
Si alguna vez vienes, lector amable, a estos baños, fíjate en las tres sombras que proyecta el surtidor en el muro de piedras negras decorativo. Porque creo que se retrasan, son como fotocopias movidas, incapaces de perseguir tanto entusiasmo del personaje, de sus andrajosos vestidos, del sudor imposible de enjugar por el ritmo trepidante que le exigen los otros surtidores intervinientes. Pueden verse ambas alucinaciones en un solo golpe de vista, una plateada y transparente ejerciendo de Maestro de ceremonias, y la otra marcando más nítidas las tres alturas como tres hermanos del Jorobado, y atacando una vez, abriendo el coro la segunda, y señalando el calderón al magnífico orfeón cuando comienza erguido nuevamente a dirigir el Genio de las aguas, la cascada. Cerrad los ojos lectores, y escuchad el rumor del agua, tratando de distinguir cuál procede de la cascada y cuál de la fuente de los dos delfines que está detrás, frente a la Canzuela. O seguid el trayecto de la gota que ha subido a la mente del chorro director, en caída libre y reventando luego, integrándose en el primer estanque en el filo del escenario, y finalmente formando parte de la profundidad del último remanso pegada a la pared del foco.Pero si ya estuvieses enganchados al suavísimo fresco relente mañanero, embriagado de menta, rosales y nogueras, no os sentéis en el banco de hierro más incómodo. Porque si cerráis los ojos es posible que las sombras de tres alturas del surtidor principal se tornen en arpías mitológicas generadoras del chorro, no al revés, y que intentan desesperadamente arrastrarlo a la caverna de piedras negras que es su muro al que se agarran y jamás abandonan. Abrid bien los ojos y mirad las agujas de los pinos cómo bordan ojales y bodoques en el miriñaque de gasa y tela blanca de la cascada. Porque si no, quizá os despertéis a media noche despavoridos, como yo, Valentín, el autor, diciendo a un familiar a grito pelado ¡MENTIROSO! y desasosegando el plácido reposo de vuestra Ambarina. El surtidor que está en lo más alto preside –dirige- la salmodia del agua. Pero he descubierto que es mejor observar lo que con él ocurre, por la noche. Porque la luz de uno o varios faros lo enfocan de tal forma que hacen visible a un personaje fantasmal cuyo esqueleto es el grueso chorro vertical iluminado hasta la cara y sobre ella el cráneo ensombrecido o sin luz, con grisácea cabellera repartida en dos melenas, que van dividiéndose en desgarrados vestidos formando parte de un psicodélico director enloquecido en conseguir que los músicos no se salgan de la loca partitura que él dirige e interpreta. El surtidor repite una secuencia de tres alturas. En la media parece como si sudando, desmelenado, girando el torso 90º hacia atrás, diera entrada con toda la energía de su batuta, a toda la orquesta, permitiendo a cada músico la máxima potencia de su instrumento hasta que en el siguiente arrebato de la altura menor experimentar la gloria del final de la apoteosis musical, que sin solución de continuidad comienza nuevamente en cuanto el surtidor está de nuevo en la mayor altura.
Y nada tiene que ver con intriga o recursos literarios,.... que todo ha sido como lo cuento.
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