A la entrada del complejo, siguiendo recto están los hoteles (9) y la Recepción. Pero girando a la derecha pasamos por el camino de entrada al que parece el chalet de los dueños, y continuando encontramos la capilla, donde se celebra misa a las 10 todos los domingos. Es otra de las marcas que diferencian al Balneario. Puede que en alguno de ellos venga un cura a celebrar en el salón social. Pero un espacio, y una construcción con su espadaña y su campana que hace los tres toques en los cuartos precedentes, con sus vidrieras de colores que comparten el motivo de los delfines con otros de Eucaristía, decoradas las esquinas de la cúpula con los cuatro Evangelistas en sepia y oro viejo con el ángel, el león, la vaca y la pluma, y abarcando todo el óvalo unos frescos de la Asunción de la Virgen en un cielo con motivos de ángeles volando a su alrededor y santos orantes deslumbrados por luces celestiales, altar vestido, Cristo de Limpias de tamaño natural presidiendo, y Sagrario, y lámpara de la misma forja de las verjas pesadísima colgante de la cúpula, de un primer piso de cuatro lados con cuatro velas-bombilla en cada centro, y de 8 lados en el segundo con 8 velas en cada centro, no es propio de negocios donde buscan beneficios.
Uno con estas instalaciones, y con recinto privado y cerrado gratis para aparcamiento del vehículo, no es de este mundo. (300 coches a 10 € por día, tampoco es un ingreso despreciable. ¡ Gratias tibi Beni-Mejí!)
Bien, pues a derecha del paseo hay una arboleda de moreras y otros árboles de seis en línea milimétricamente plantados, con sus meandros para situar los bancos, muchos de ellos con el letrero de Caja rural de Albasit. Aquí el suelo es de arenisca y piedrecillas. Aunque no parece que sea muy visitado sin embargo la muchachada de Berolid lo está pasado bomba en algunos columpios y aparatos de parque infantil. A la izquierda del paseo, la misma arboleda, pero más abundante de olmos y pinos de bastante altura, es el espacio para jugar al mini-golf y esconderse y además acercarse al límite del complejo para contactar con la gravera, zarzales, espesura y maleza de la montaña. El paseo termina en una valla de alambre y una puerta de verja abierta, sobre una rampa y una caseta con tornasoles. Es necesario remontarla, para darse cuenta que hay dos personas atendiendo a los bañistas de una inmensa piscina con paredes de la misma piedra negra. Por 3€ al día tienes derecho a utilizar sus instalaciones que consisten en agua fría de entrar y salir, hamacas alrededor y bebidas para calentarte por dentro.
Bueno pues, volviendo pisando tierra del ribazo, en la cuneta practicada para el corrimiento de las aguas de lluvia, encontré un tocón arruinado de unos dos metros de largo con un diámetro hasta de 30 cms. Formaba parte del entorno, no llamaba la atención, era un objeto de no echar cuenta. Sin embargo, gracias a mi costumbre de golpear los objetos con el bastón, acerté a sacudirle en el lugar más débil de su agujereada corteza y quedó prácticamente dividido en dos. Toda la miseria y ruina externa, se convirtió en una explosión de vida y movimiento. De las paredes recién abiertas del tronco caían huevecillos blancos como bombillitas de nácar, que las obreras se apresuraban a resguardar y colocar en otro lugar oscuro. Un rato observando el trajín del hormiguero, y nuevo certero golpe de bastón. Los huevecillos eran ahora, un lugar más interno del tronco, bombillitas con filamento porque se vislumbraban las patitas de los pollos, y el color blanco me pareció teñido de oropel. Nuevamente se pueden pasar varios minutos en la contemplación de las frenéticos saludos con las diminutas antenas, con lo que se intuye que el trabajo es ordenado, y cuáles sean las distintas clases de hormigas que intervienen en cada cometido con tal de reparar los daños, y repeler a los intrusos, como los naturalistas se encargan de explicar. Debí entender que no había mejor ocasión de llegar a las últimas averiguaciones, y le dí nuevamente el bastonazo al trozo de tronco menos perjudicado. ¡Bingo! Alli estaban nuevamente las bombillas con filamento, pero ya con dos puntitos negros que eran los ojos, o las antenas, o la cabeza con su boca de tenaza. Seguramente yo tenía que advertir que estaba creando el caos en ese mundo animal de organización tan perfecta. Y que el accidente para esos seres indefensos ante el mundo insensible de los humanos, no era ni más ni menos la misma catástrofe que la de un autobús de termalistas que se despeña barranco abajo. Pero no lo advertí, no me conmovieron sus prisas, no sentí como pérdida irreparable la destrucción de vida que forma parte de la naturaleza, no creí que estuviera haciendo un desalojo sin orden judicial alguna para unos cuantos miles de insectos del Señor. No. No lo advertí. Le dí otro varetazo a otro trozo del nada quejoso madero, y finalmente aparecieron las alaicas (así las llamábamos los chicos del pueblo) dispuestas a su pesar a tomar el vuelo. Alguna lo intentaba pero caía impotente a los pocos metros o al menos, desorientada. Otras se dejaban conducir por unas hormigas más grandes que las de los huevecillos. Y otras no admitían ayuda alguna buscando por sí mismas un lugar donde albergarse, sabedoras, quizá que ni el tamaño corporal ni de las alas, eran los adecuados y exigidos por su naturaleza para echarse a volar y organizar nuevos hormigueros. Dejé el hormiguero con su catástrofe, y al pasar por la capilla, recuerdo que pensé:
-Señor, ¿qué esconden las personas en su interior? ¿Hemos de ser como el tronco viejo, que necesitamos del bastón de un abuelo para que nos descubran o para saber de qué pasta estamos hechos?
Y me prometí consultarlo alguna vez con Jorge. Pero como se dice vulgarmente: “No le eché ni frío ni calor”
Y me acerqué al comedor, que eran las 13 h. y se me pasaba el turno.
Uno con estas instalaciones, y con recinto privado y cerrado gratis para aparcamiento del vehículo, no es de este mundo. (300 coches a 10 € por día, tampoco es un ingreso despreciable. ¡ Gratias tibi Beni-Mejí!)
Bien, pues a derecha del paseo hay una arboleda de moreras y otros árboles de seis en línea milimétricamente plantados, con sus meandros para situar los bancos, muchos de ellos con el letrero de Caja rural de Albasit. Aquí el suelo es de arenisca y piedrecillas. Aunque no parece que sea muy visitado sin embargo la muchachada de Berolid lo está pasado bomba en algunos columpios y aparatos de parque infantil. A la izquierda del paseo, la misma arboleda, pero más abundante de olmos y pinos de bastante altura, es el espacio para jugar al mini-golf y esconderse y además acercarse al límite del complejo para contactar con la gravera, zarzales, espesura y maleza de la montaña. El paseo termina en una valla de alambre y una puerta de verja abierta, sobre una rampa y una caseta con tornasoles. Es necesario remontarla, para darse cuenta que hay dos personas atendiendo a los bañistas de una inmensa piscina con paredes de la misma piedra negra. Por 3€ al día tienes derecho a utilizar sus instalaciones que consisten en agua fría de entrar y salir, hamacas alrededor y bebidas para calentarte por dentro.
Bueno pues, volviendo pisando tierra del ribazo, en la cuneta practicada para el corrimiento de las aguas de lluvia, encontré un tocón arruinado de unos dos metros de largo con un diámetro hasta de 30 cms. Formaba parte del entorno, no llamaba la atención, era un objeto de no echar cuenta. Sin embargo, gracias a mi costumbre de golpear los objetos con el bastón, acerté a sacudirle en el lugar más débil de su agujereada corteza y quedó prácticamente dividido en dos. Toda la miseria y ruina externa, se convirtió en una explosión de vida y movimiento. De las paredes recién abiertas del tronco caían huevecillos blancos como bombillitas de nácar, que las obreras se apresuraban a resguardar y colocar en otro lugar oscuro. Un rato observando el trajín del hormiguero, y nuevo certero golpe de bastón. Los huevecillos eran ahora, un lugar más interno del tronco, bombillitas con filamento porque se vislumbraban las patitas de los pollos, y el color blanco me pareció teñido de oropel. Nuevamente se pueden pasar varios minutos en la contemplación de las frenéticos saludos con las diminutas antenas, con lo que se intuye que el trabajo es ordenado, y cuáles sean las distintas clases de hormigas que intervienen en cada cometido con tal de reparar los daños, y repeler a los intrusos, como los naturalistas se encargan de explicar. Debí entender que no había mejor ocasión de llegar a las últimas averiguaciones, y le dí nuevamente el bastonazo al trozo de tronco menos perjudicado. ¡Bingo! Alli estaban nuevamente las bombillas con filamento, pero ya con dos puntitos negros que eran los ojos, o las antenas, o la cabeza con su boca de tenaza. Seguramente yo tenía que advertir que estaba creando el caos en ese mundo animal de organización tan perfecta. Y que el accidente para esos seres indefensos ante el mundo insensible de los humanos, no era ni más ni menos la misma catástrofe que la de un autobús de termalistas que se despeña barranco abajo. Pero no lo advertí, no me conmovieron sus prisas, no sentí como pérdida irreparable la destrucción de vida que forma parte de la naturaleza, no creí que estuviera haciendo un desalojo sin orden judicial alguna para unos cuantos miles de insectos del Señor. No. No lo advertí. Le dí otro varetazo a otro trozo del nada quejoso madero, y finalmente aparecieron las alaicas (así las llamábamos los chicos del pueblo) dispuestas a su pesar a tomar el vuelo. Alguna lo intentaba pero caía impotente a los pocos metros o al menos, desorientada. Otras se dejaban conducir por unas hormigas más grandes que las de los huevecillos. Y otras no admitían ayuda alguna buscando por sí mismas un lugar donde albergarse, sabedoras, quizá que ni el tamaño corporal ni de las alas, eran los adecuados y exigidos por su naturaleza para echarse a volar y organizar nuevos hormigueros. Dejé el hormiguero con su catástrofe, y al pasar por la capilla, recuerdo que pensé:
-Señor, ¿qué esconden las personas en su interior? ¿Hemos de ser como el tronco viejo, que necesitamos del bastón de un abuelo para que nos descubran o para saber de qué pasta estamos hechos?
Y me prometí consultarlo alguna vez con Jorge. Pero como se dice vulgarmente: “No le eché ni frío ni calor”
Y me acerqué al comedor, que eran las 13 h. y se me pasaba el turno.
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